El ser humano es un animal que añora. De las muchas formas en las que podríamos concretar la vivencia de una ausencia o de una falta, la nostalgia se destaca como una experiencia enormemente singular. De pocas emociones, tal vez de ninguna otra, conocemos la fecha exacta de su cuño. En el caso de la nostalgia sabemos que fue en 1688 cuando Johannes Hofer, un médico suizo, alumbró el término con el que desde entonces no hemos dejado de nombrar una singular manera de ejercer la memoria, la ficción y el olvido. Desde la Grecia antigua hasta nuestros días la añoranza nostálgica, incluso sin palabra, no ha dejado de hacerse presente. Sin embargo, es a finales del siglo XX cuando la cultura occidental comenzó a cobrar una impronta esencialmente memorativa hasta prescindir, ya en el nuevo siglo, de los dispositivos mnemotécnicos habituales (los monumentos, las placas, las ruinas) para convertir cualquier cosa en objeto de la memoria.
Como se intuye tras el subtítulo de este volumen, la condena de la memoria parece sugerir no sólo el sacrificio de nuestra historia, sino el dolor o el daño que nos impone toda forma de recuerdo. A fin de cuentas, no hay nada más moderno que la nostalgia porque no hay nada más antiguo que el futuro.
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