Cuando llegó al pueblo, cantaban agónicas las chicharras, las casas estaban cerradas a cal y canto y los cuatro vecinos echaban la siesta en el suelo formada la cama por cantos rodados, frescos tal que el lodo de la reguera del Abroñigal. Eran tiempos en que el sopor se imponía tras las rondas de botellines, ponnos unos pachitos y nosotros los regüeldos. El dueño era un cazador llamado Julián que tenía rehala y todo y hasta tenía un sobrino que también despachaba pese a su parálisis cerebral pero al que no le permitía cobrar. Un céntimo era un céntimo, máxime si los borrachines no dejaban una perra gorda en el platillo -eso en plan fino- y las vueltas las cogían con ansia y con dedos artríticos enfundados en guantes de piel morena .
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