El poder es escena: eso cifra la revolución política que, en el siglo XVII, hace nacer el Estado moderno: capacidad de construir la imaginación del súbdito. Y de modelar así sus emociones, sus afectos y representaciones, su subjetividad en suma.
El arte pasa entonces a ser cuestión de Estado. Y la gran partida se va a jugar en las salas de teatro, que son los más acabados espacios de construcción sentimental; aquellos donde para ser conmovido no hace falta ni siquiera saber leer. El teatro es accesible a todos, también a las mujeres. Eso lo hace potentísimo. O peligrosísimo. Las prohibiciones teatrales en Inglaterra y en la Suiza de Calvino anuncian la batalla. ¿Quién está legitimado para envenenar la mente del fiel, imprimir en las mentes de los espectadores los cánones de sus afectos?
Pierre Nicole, editor de los Pensamientos de Pascal e ideólogo central del jansenismo afrontó en su Tratado de la Comedia la incompatibilidad de teatro y la vida cristiana: el autor teatral era un “envenenador de almas”. Y todos percibieron que cualquier escena -también la política- quedaba deslegitimada. Corneille, Racine, Molière… se lanzaron a un debate en el cual se jugaba su oficio. El resultado es una de las más bellas justas intelectuales del siglo XVII francés.
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