Madrid fue para Azaña, en sus años de estudiante en El Escorial, unas luces lejanas que le atraían por su misterio. Después, viviendo ya en Madrid, la ciudad fue el escenario de sus largos paseos solitarios. En sus artículos de juventud veía Madrid como un poblachón sin vitalidad ni entusiasmo. Pero pronto, cuando empieza su actividad política, se plantea la necesidad de “pensar Madrid”: la república necesita una capital a la altura de sus ideales. En su mente se abre paso la idea del Gran Madrid, que muy pronto la guerra hará imposible. Pero antes ha disfrutado de su Madrid preferido: el de los montes de El Pardo, el de la Quinta, el de los pueblos próximos -El Escorial, Guadarrama, Villalba, Manzanares el Real…-. Cuando estalla la guerra y el gobierno se traslada a Valencia y luego a Barcelona, Azaña hará un único viaje a Madrid, que él sabía, probablemente, que era el último; pronuncia entonces uno de sus más bellos discursos sobre la capital, a la que llama ejemplo de dignidad, de sacrificio y de esperanza.
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