Uno de los fenómenos cuya presencia se nos impone de manera constante en nuestra experiencia cotidiana es, sin duda, el lenguaje. Casi todas nuestras actividades ordinarias están llenas de cosas tales como hablar, escuchar a alguien que habla, leer, escribir, etc. El rasgo central de todas ellas, lo que las hace lenguaje, tiene que ver con que a tales acciones, o a sus productos, se les adscribe característicamente significado. El significado lingüístico es entonces algo con lo que estamos muy familiarizados; de hecho, más familiarizados que con cualquier otra cosa. Sin embargo, como sucede con la pregunta agustiniana acerca del tiempo, no es un asunto sencillo decir en qué consiste el significado. ¿Qué es lo que hace que unos sonidos o manchas de tinta tengan un significado y no otro? ¿Qué es lo que diferencia esos sucesos físicos de otros, en apariencia similares, pero que carecen de significado? ¿Cómo es posible que las palabras tengan la extraordinaria capacidad de hacer referencia a objetos? Y más aún: ¿cómo puede una cadena de sonidos, o una ristra de manchas de tinta, decir algo verdadero o falso? Éstas son algunas de las cuestiones de las que trata la filosofía del lenguaje contemporánea pero que, asignadas a disciplinas filosóficas muy diversas, han sido objeto de estudio y discusión desde los albores de la filosofía.
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