La cocina es el laboratorio, el taller; la mesa, la sala de exposiciones y la biblioteca. Una y otra se necesitan y complementan, aunque sin la primera no sería posible la segunda. Sin cocina no es posible la mesa y mucho menos la sobremesa, o como decía Mourlane Michelena, sin cocina no hay salvación ni en esta vida ni en la otra. La literatura gastronómica es, por tanto, consecuencia de la cocina. Quienes escriben de cocina, como es el caso de IGNACIO GRACIA NORIEGA, escritor residente en el asturiano y verde valle del Piloña, autor de unos treinta libros y más de doce mil artículos, muchos de ellos de asunto gastronómico, no suelen guisar ni inventar recetas, pero sin sus escritos, la gastronomía no tendría el «prestigio cultural» que actualmente posee. No es necesario recordar a los fundadores de esa literatura, pero conviene recordar que entre Brillat-Savarin y Grimod de la Reynière se podrían establecer parecidas semejanzas y diferencias a las que los cinéfilos suelen hacer entre Charles Chaplin y Buster Keaton: uno más clásico, más profundo el otro. Esa literatura, como tal, nace en Francia, donde tres siglos antes había nacido el ensayo por obra de Montaigne, fino catador de aguas. La literatura gastronómica es distinta de los recetarios, que son obras de carácter técnico; es auténtica literatura ensayística, esto es, comentario, historia, crítica, antropología, recuerdos personales, relato de viajes e incluso aforismos: literatura de la mejor ley, y en ocasiones, gran literatura.
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