«Escúchame bien -dijo el intendente en un tono más íntimo-: yo he tomado parte en muchos asedios, pero aquí -señaló con la mano en dirección a la fortaleza- va a tener lugar una de las matanzas más terribles de nuestro tiempo. Y tú debes de saber mejor que yo que de las grandes mortandades salen siempre grandes libros -aspiró profundamente-. Tú tienes en verdad la ocasión de componer una crónica bélica en la que pueda olerse la pez y la sangre, y no uno de esos cuentos repletos de florituras y urdidos al calor del hogar por unos mocosos que no han visto jamás una guerra ni siquiera de lejos.”
A principios del siglo xv las huestes otomanas avanzaban por los Balcanes hacia el corazón de Europa. La gente de Albania supo que su suerte estaba echada. Habían renunciado a negociar con el Imperio Otomano y la guerra era inevitable. El príncipe Jorge Castriota -el mítico Scanderberg- organiza la resistencia en nombre de la Cristiandad. La primera ciudadela en el camino de los turcos es asediada. La angustia se apodera de intramuros según se divisan en el horizonte los coloridos pendones otomanos y van tomando posiciones millares de guerreros en la llanura circundante bajo un sol de justicia. La sed, el hambre, el calor sofocante y las implacables embestidas de los temidos jenízaros teñirán sus muros de sangre y muerte.
Kadaré, con una prosa precisa y lírica, no escatima recursos literarios para recrear con toda su crudeza los combates de la conquista otomana de Albania. El comienzo de una sucesión de guerras balcánicas que, con el peso de la religión de fondo, han llegado hasta nuestros días. Al mismo tiempo, el marco angustioso que perfila en El cerco actúa a modo de espejo metafórico de lo que fue Albania durante la Guerra Fría: un territorio aislado y solitario, con un particular régimen comunista que desató todo tipo de paranoias internas al sentirse cercado tanto por las potencias occidentales como por sus correligionarios vecinos del Este.
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