El estilo de Flaubert. ¿Quién podrá definir un estilo al que «solo se llega con un trabajo atroz, con una obstinación fanática y entregada», según él mismo decía? Porque el estilo no es solo la palabra: es esa misteriosa combinación que produce la armonía del cuadro. Una minuciosa, obsesiva tarea de documentación, que podía conducirlo a leerse una biblioteca para apuntalar detalles; la sonoridad, resumida en otro dicho suyo: «una idea es tanto más hermosa cuanto más sonora es la frase»; la precisión, la plasticidad, ese buscar en la prosa el nivel artístico del verso que le hacía decir: «Dar a la prosa el ritmo del verso (dejándola prosa y muy prosa) y escribir la vida ordinaria como se escribe la historia y la epopeya». Lo había vislumbrado el canónigo quijotesco más de doscientos años antes cuando dijo que «la épica también puede escribirse en prosa como en verso» (I,47).
Leyó mucho, aunque con decidida selección. De los contemporáneos apenas respetó a Victor Hugo (su “Notre Dame” lo había seducido de joven), un poco a Leconte de Lisle, y menos a Balzac, al que consideró genio «de segundo orden» por su estilo desaliñado: «¡Qué hombre habría sido Balzac si hubiera sabido escribir!». Al desdén por los contemporáneos opuso la lectura apasionada de los clásicos: habla de la «inmensidad» de Shakespeare; de Montaigne como «padre nutricio»; alaba a Rabelais por la libertad, la desmesura, lo grotesco. Leyó a Voltaire -que quizá alimentó su precoz anticlericalismo-, a Goethe, a Byron, y varias veces el Quijote, del que, quizá con exageración, aseguraba que de niño sabía de memoria.
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