Michael Cimino es un cineasta de genio, uno de los más brillantes y radicales directores de la historia del cine. También uno de los más incomprendidos y vilipendiados por la crítica institucional. Su mundo es delicado y duro al mismo tiempo, inocente y bárbaro, tierno y brutal, y de ese desequilibrio no desiste. Basta con ver a sus personajes y la puesta en escena para percatarse del omnipresente “tour de force” que atraviesa su filmografía: lo que Bataille denominaba “violencia”.
El polvo que fulgura y nubla la vista (la visión del espectador) en sus películas es una de las formas de la materia más queridas por el director, y el fracaso, más que un avatar biográfico, es el principio formal que mantiene su cine siempre en tensión y lo que hará que perdure.
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