En 1580, casi diez años después de su retiro voluntario en la torre del castillo de su propiedad, Michel de Montaigne dando, quizá, por terminada su obra y temiendo, tal vez, a los peores enemigos de su salud, el aburrimiento y la ociosidad, decide abandonar temporalmente su torre y satisfacer su deseo de ver “cosas nuevas y desconocidas” con un viaje. Italia era destino común a todos los hombres civilizados de su tiempo y Montaigne parecía reunir las cualidades necesarias para ser el perfecto viajero.
Si los «Ensayos» son, a su modo, una especie de veleidosa y descarnada autobiografía del autor, las memorias intelectuales o especulativas de un gentilhombre capaz de proponer, ofreciéndose él mismo como ejemplo de imperfecciones, una cierta forma de vida basada en la libertad mental, la tolerancia, el sentido común y la aceptación de la diversidad humana, en el «Diario» la materia especulativa es, primordialmente, su materia física, corporal, deleznable. Esta proliferación de datos fisiológicos, expuestos sin la menor galanura, denota que el «Diario» no fue jamás escrito con la intención de que fuera publicado.
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