Montaigne es el hijo por excelencia del Renacimiento. Y de su padre, naturalmente, que se empeñó en que la lengua materna de su hijo fuese el latín. De ese modo, el pequeño Michel a los seis años leía las “Metamorfosis” en su lengua original, y uno después a Virgilio, cuyas “Geórgicas” admiraría hasta el final.
Estudió leyes en Toulouse; fue alcalde de Burdeos como su padre; leyó el “Heptamerón” y hospedó en su casa a Enrique de Navarra; viajó por Suiza, Italia y Alemania, y dejó un “Diario de viaje” que vio la luz doscientos años después. Tuvo un amigo, Étienne de la Boétie: su amistad, como la de Niso y Euríalo, como la de Pílades y Orestes, ha pasado a ser figura y paradigma.
Los “Ensayos” es una de esas obras que puede figurar sin reparo en la biblioteca esencial de la humanidad y nos reconcilia con ella. Montaigne -aquel “bordelés escéptico”, como lo llamó Carpentier- habla con la misma libertad y sensatez del conocimiento, de la razón o de la tortura, que de las dimensiones (discretas) de su pene. No mitifica nada, todo lo mira con un saludable escepticismo y cierta melancólica distancia, pues, dice él, “solo los locos están seguros y resolutos”; un oportuno distanciamiento que le impedía caer en fáciles idolatrías. Incluso de las letras escribe: “Téngolas en gran estima, mas no las adoro”. Incluso de la razón -“cántaro de doble asa, que se puede agarrar por la derecha y por la izquierda”-, sabe añadir que “proporciona fundamento para distintas acciones” (II,12).
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