En cierta biblioteca, “detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches”, estuvo un tiempo el “Libro de Arena”. Parece que, como unas hojas en el bosque, acabó oculto en uno de los húmedos anaqueles de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. “Las mil noches y una noche” es otro libro de arena.
Fue el autor del “Libro de Arena” quien analizó el “destino paradójico” de Mardrus. Sospecha Borges que el doctor, en su deseo de “completar el trabajo que los lánguidos árabes anónimos descuidaron”, añade en su traducción “paisajes art-nouveau, buenas obscenidades, breves interludios cómicos, rasgos circunstanciales, simetría, mucho orientalismo visual”. Pero, quizá por ello, fue esta edición la que acabó de popularizar en occidente las “1001 Noches”, un “libro de admirable lascivia, antes escamoteada a los compradores por la buena educación de Galland o los remilgos puritanos de Lane”. Y Blasco Ibáñez, que desde su destierro parisino había escrito un nostálgico soneto a su “adorada España”, decidió poner al alcance del lector español las historias de Schahrazada, según la fresca y regocijante versión de Mardrus.
Blasco siguió con tanta fidelidad y buen sentido la edición francesa que logró transmitir en nuestra lengua el humor -desvergonzado a veces- y el optimismo de los cuentos que, noche tras noche, iban relegando el oficio cruento de la espada; la luz de amaneceres, crepúsculos y estrellas; el brillo de la pedrería, el embrujo de genios y seres fantásticos, el asombro de geografías imposibles, la generosidad o la cólera de emires y sultanes, la belleza sobrenatural de las huríes y las notas insondables arrancadas por manos adolescentes a un laúd.
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