A finales del siglo XVI se produjo una radical transformación en la relación del ser humano con el universo que cristalizó en el Barroco y desde Roma se extendió por Europa, América y Extremo Oriente hasta el siglo XVIII. El impulso vino dado por la Iglesia Católica y la monarquía, que promovieron un arte propagandista y persuasivo para expresar su prestigio, simbolizar su autoridad y subyugar a fieles y súbditos. La exploración de mundos remotos y cercanos abrió la mente a otras realidades y los nuevos procesos científicos generaron tantas dudas como certidumbres, alimentando al unísono el positivismo y el simbolismo, el orden y la (calculada) confusión, una suma de contrastes donde nada era más real que el artificio. Las artes lograron una integración plena e inédita, y las ideas, los objetos y los artistas viajaron con fluidez, sumándose a los intercambios diplomáticos y al incipiente y elitista “turismo” para favorecer la universalidad del Barroco y la singularidad de sus expresiones locales, de una variedad y riqueza desconocidas.
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