La ciencia es un revolucionaria invención griega, tal vez la más típica contribución legada por Occidente a la civilización. Desde la antigüedad las distintas “revoluciones” en la concepción y práctica de la ciencia han tenido reflejo en todos los aspectos de la cultura. Esto es paladino en la modernidad con la revolución científica que alumbró la física matemático-experimental primero y toda una serie de ciencias después. La nueva ciencia se convirtió a los ojos de muchos filósofos e intelectuales no ya en la forma emblemática del saber, sino en su forma exclusiva. A partir de ahí se dieron profundos cambios de mentalidad y de costumbres, además de los de índole política y social, cuyo ejemplo más palmario fue la revolución industrial. Asimismo en el campo de las humanidades el surgimiento de las ciencias humanas no fue menos significativo. La consecuencia de ello fue un difuso “cientificismo”, que extendió la convicción de que las ciencias tendrían la capacidad de resolver todos los problemas de la humanidad. Esto se ha revelado como una ilusión: a la par que asistimos al vertiginoso crecimiento de la tecnociencia es creciente la preocupación por su pérdida de control. Ello explica la búsqueda de valores-guía para la orientación de la nueva civilización tecnológica y el renovado interés por las temáticas de frontera entre tecnociencia, ética y religión.
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