La regulación de las corridas de toros en España es, desde hace más de veinte años, un ejemplo más de ese binomio normativo que ha resultado del llamado Estado autonómico que diseñara la Constitución de 1978. Porque aunque exista en la materia una legislación estatal consolidada, suficiente y para nada obsoleta (la Ley 10/1991 y, sobre todo, su Reglamento, aprobado por Real Decreto 145/1996), son varias las Comunidades Autónomas que, en uso de sus competencias estatutarias sobre los espectáculos públicos, se han dotado de una legislación taurina propia. Y mientras que unas (Cantabria, Castilla-La Mancha, Comunidad Valenciana, Extremadura, La Rioja y Madrid) se han limitado, como parece acertado y hasta lo más oportuno, a regular sus festejos populares o tradicionales (igual ha hecho Cataluña, en paralelo a la prohibición allí de los toros), otras Comunidades (Navarra, País Vasco, Aragón, Andalucía y Castilla y León) también han reglamentado las propias corridas a celebrar en sus territorios, no sólo en cuanto a los trámites administrativos exigidos para organizarlas, los requisitos de las plazas o los derechos de los espectadores, sino también en lo que se refiere a su misma interioridad, como el sorteo de las reses, el desarrollo de los tercios o los trofeos para los diestros.
Esta “Legislación taurina estatal y autonómica” contiene, pues, toda esta regulación específica de las corridas de toros, completada con otras disposiciones con incidencia en ellas, como son, por ejemplo, el Real Decreto 60/2001, sobre Prototipo Racial de la Raza Bovina de Lidia, o el Convenio Colectivo Nacional Taurino, que, a su manera, también en mucho las condiciona.
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