Escrita poco después de volver de París, donde Lippmann había sido testigo de cómo la negociación del Tratado de Versalles se llevaba por delante los planteamientos idealistas con los que EEUU había entrado en la Primera Guerra Mundial, esta pequeña obra se inspira también en los grandes cambios vividos en los albores del siglo XX. Estos iban a afectar a las categorías y a la práctica del gobierno democrático, como la tendencia hacia un ejecutivo cada vez más fuerte que, con un Congreso poco capaz de ejercer su función de control, otorgando el protagonismo a la opinión pública. Pero el modo en que esta opinión pública se formaba también era diferente. Ahora los ciudadanos dependían cada vez más de los medios para formar sus ideas y esto situaba en el centro del juego político el ejercicio de un periodismo carente de profesionales preparados, repleto de propaganda y en manos de empresarios dispuestos a pontificar, desinformar o manipular sin límite alguno. Se dibujan así los problemas que iban a marcar el signo de los tiempos, y entre todos ellos, el interrogante más acuciante: si la democracia basada en el consenso podría sobrevivir a una época en que la «manufactura» de ese consenso estaba en manos de grandes empresas privadas carentes de cualquier exigencia de responsabilidad.
Un siglo después las dudas y los interrogantes de esta pequeña obra siguen siendo en gran medida los nuestros.
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