Cuando murió en 1458, el marqués de Santillana llevaba peleando veinte años con sus cuarenta y dos «Sonetos fechos al itálico modo», sin que apenas alguno consiguiera salir enderezado y airoso. Setenta y ocho años más tarde, cuando murió Garcilaso, dejaba cuarenta sonetos que pueden figurar sin rubor en la más exigente antología.
¿Qué había ocurrido entre 1458 y 1536? Pedro Salinas lo describe como «un hermoso cuento». El embajador veneciano Andrea Navagero, «perfecto ejemplo del caballero del Renacimiento», coincidió en Granada con Boscán. Hablaron. «Al español -dice Salinas-, el veneciano le parecía una especie de semidiós o de oráculo. Y Navagero aconsejó a Boscán que escribiera sonetos y otros poemas “al itálico modo” pero en castellano, lengua que consideraba muy adecuada para esas formas. Nada más: una conversación entre los mirtos de Granada, un consejo, es decir, una semilla sembrada en la mente de un poeta español. […] Garcilaso era un poeta toledano.
Los grandes líricos del Renacimiento español es el cofre que guarda el mapa de aquel «hermoso cuento». Boscán, amigo tenaz, voluntarioso poeta; Garcilaso, amado de las musas y los dioses, tal vez por eso destinado a morir joven; Luis de León, sosegado y oyente privilegiado de la música de las esferas; Juan de la Cruz, de quien dijo Menéndez Pelayo que «por allí había pasado el espíritu de Dios hermoseándolo todo»; y, en fin, Herrera, a quien sus coetáneos dieron el sobrenombre de Divino: ellos fueron protagonistas de esa «revolución que iba a determinar definitivamente el curso de la poesía en lengua española».
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