Cuando supo Cervantes que un tal de Avellaneda le había secuestrado a Don Quijote para encerrarlo en la casa del Nuncio de Toledo, se apresuró a desfacer el agravio con el más definitivo: el de su fin y acabamiento. Justificó ante el lector el final de la historia con unas melancólicas palabras: «en ella te doy a don Quijote dilatado y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios».
No fue el caso de Dumas, que aun parece que llegó a proyectar un cuarto episodio. Pero los años no pasan en balde para mosqueteros, reyes ni cardenales. Y ha de ser un joven Luis XIV el que se encarga de recordárselo a D’Artagnan: «¿Creéis seguir viviendo en un siglo en el que los reyes estaban, como vos os quejáis de haberlo estado, a las órdenes y a la discreción de sus inferiores?… Estoy fundando un Estado en el que solo habrá un amo, como ya os lo prometí en otra ocasión; ha llegado el momento de cumplir mi promesa». Y añadió: «¡La cabeza soy yo!».
En efecto, han pasado 35 años y ahora «el Estado es Él». Las aventuras son más cortesanas, y el dinero modela fondo y forma. Reconocemos la pluma jovial de Dumas en el perfil de personajes históricos: La Fontaine resulta ser un curioso humorista; y Molière, observador de la naturaleza humana, se inspirará en Porthos para redondear su dibujo de “Le burgeois gentilhomme”.
La melancolía invade los últimos capítulos de la novela, que acaba adquiriendo tintes épicos, y es acaso en esas páginas donde Dumas da lo mejor de sí mismo (si bien es cierto que no podría hacerlo si antes no hubiera dado todo lo anterior). La muerte de Porthos es el canto homérico de la muerte mitológica de un Titán, o la bíblica de Sansón. Y D’Artagnan, que se había preguntado: «¿Qué le queda al hombre después de la juventud, después del amor, después de la gloria, después de la amistad, después de la fuerza, después de la riqueza?…», concluirá con un suspiro: «Porthos era todo corazón».
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