En «Tres pesetas de historia», novela de Vicente Soto, entre el cristal y el cartón de un cuadro que enmarcaba una imagen de la Virgen del Carmen, un día aparecieron “tres pesetas de papel, de cuando la guerra, gastadas del trasiego de vivir”. En 1826, un joven de 18 años llegaba a las puertas de Lisboa iniciando su trasiego de rebeldía y exilio. El propio Espronceda lo ha contado así: “En fin, llegamos a Lisboa, que yo creí que no llegábamos nunca. Hicimos cuarentena, que fue también divertida; visitonos la sanidad y nos pidieron no sé qué dinero. Yo saqué un duro, único que tenía, y me devolvieron dos pesetas, que arrojé al río Tajo, porque no quería entrar en tan gran capital con tan poco dinero”.
¿Un detalle quijotesco? En todo caso, romántico. Vida y literatura en Espronceda fueron las líneas paralelas de la rebeldía contra lo establecido. Un endecasílabo de su maestro Alberto Lista elogiaba “del libre pensamiento el libre vuelo”. El poema se titulaba curiosamente “El triunfo de la tolerancia”, y acaso ni el maestro previó el aprovechamiento del discípulo, que lo mismo cantó la joven agonía de un ajusticiado, que el cinismo de un mendigo o los mares libertarios del pirata.
Dos pesetas y un pirata. El mundo cambia, pero tiempos hubo, y no lejanos, en que aun campesinos semianalfabetos, pero que habían tenido la fortuna de asistir a las escuelas de los maestros de antaño, recordaban versos de la «Canción del pirata», con preferencia el contundente “que es mi dios la libertad”. Solo dos años antes de su muerte escribía Espronceda en una carta al periódico «El Labriego»: “Mi independencia es mi vida”.
Don Quijote había dicho que “no es un hombre más que otro si no hace más que otro” (I,18). Espronceda no reconocía “otra aristocracia que la legítima de la inteligencia y del mérito”. Aun de modo fragmentario, había leído versos de Ovidio, de Horacio y de Virgilio, recorrido la épica y el teatro barroco, los caminos de don Quijote.
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