La vida es demasiado aburrida, se quejaba un joven Joyce cuando la modernidad había comenzado a estragar el ánimo del siglo XX. Sin embargo (animaba también el autor de “Ulises”), incluso del tedio es posible hacer arte. Décadas después, David Foster Wallace repetiría la promesa del goce del aburrimiento en “El rey pálido”: resiste y sentirás un éxtasis absoluto en cada uno de tus átomos, decía. Con esta convicción, apoyándonos en ellos y en otros autores, este libro defiende el uso del tedio como artificio literario y esboza una estética del aburrimiento a partir de las divagaciones de Leopold Bloom, de la banalidad de la señora Dalloway o de la incertidumbre de “Molloy”, así como de la espera en “El desierto de los tártaros”, mientras avanzamos viscosamente en “La ciénaga definitiva” o nos enredamos en el discurso de los personajes de Thomas Bernhard, entre otros. Todo para corroborar, como ya aseguraba Barthes, que el placer del texto no tiene por qué ser siempre triunfante o heroico, sino que, en este caso, hay mucho que descubrir más allá del posible bostezo.
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